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Un pleito por contrabando de sal

En el siglo XVII el receptor de la sal del alfolí de Gijón acordó entregar una partida de sal a unos ganaderos trashumantes que en el verano llevaban sus ganados a pastar a una zona de las montañas del norte de León, dependiente del alfolí de la sal de Boñar. El receptor de Gijón contrató un servicio de recueros que llevasen la mercancía hasta Valdeburón, aún sabiendo que esto era una práctica fraudulenta y una intromisión en el área de influencia del alfolí leonés. El Juez Visitador General de las Reales Salinas de los partidos de Castilla la Vieja y Zamora, que estaba llevando a cabo una operación de gran envergadura contra el tráfico ilegal de la sal, avisado de que los transportistas de aquel envío se dirigía hacia Lillo, salió a su encuentro, detuvo a los recueros y con alguna oposición recuperó la sal.

El caso que vamos a tratar en el presente artículo figura en el expediente del pleito que se guarda en la sección de la Inquisición del Archivo Histórico Nacional, recopilado en el legajo 4726, nº 22.

Desde que el mercado de la sal comenzó a adquirir una importancia estratégica para la economía del reino, los reyes se empeñaron en conseguir no solo el control de su mercado sino también el de su abastecimiento y tras varias disposiciones y leyes se fueron haciendo con él[1] : por orden expresa de Alfonso VII, en 1137 el estanco o monopolio de la sal de las salinas del reino quedó totalmente en sus manos y cuando en 1338 Alfonso XI ordenó que toda la sal que entrase o se produjese en su reino, “por ser la sal derecho real”  tuviese que venderse forzosamente a través de sus “hacedores” sin dejar lugar a otro tipo o fórmula mediante la que  introducir la sal en los mercados, el comercio de la sal quedó definitivamente en manos de la corona.

Por esta misma razón, toda la sal que se produjese o se introdujese en el reino, debía de almacenarse en los alfolíes reales: almacenes específicos para la sal[2], al frente del cual había un receptor. Cada uno de estos alfolíes tenía asignada un área de influencia a la que estaba obligado a abastecer y nadie podía vender o distribuir sal en esta área que no fuese el receptor del alfolí o alguna “tienda de sal”[3] que la hubiese comprado en el alfolí de referencia.

El rey controlaba este mercado mediante el arrendamiento de los alfolíes, sacando a subasta su adjudicación por un periodo que oscilaba entre cuatro y cinco años. Para ello se redactaba un “cuaderno de arrendamiento” en el que se recogían las condiciones a las que ambas partes debían sujetarse durante el periodo de vigencia, tales como la medida por la que habrían de regirse, el precio al que se debía vender el producto, la calidad mínima del producto y la obligación de mantener convenientemente abastecida la zona de influencia del alfolí.

A cambio de respetar estas condiciones, el receptor podía comprar sal al precio que quisiera y por cada fanega de sal que introdujese en su alfolí, debía pagar una cantidad al rey. Lo que sacase de más o de menos en este abastecimiento sería su ganancia o pérdida.

En el contrato de arrendamiento se especificaba que el riesgo de las variaciones del precio de la sal en origen debería ser siempre asumido por el receptor, y de ello encontramos un magnífico ejemplo en las condiciones que se especifican en el cuaderno de arrendamiento del alfolí de Avilés, ganado por Diego Alfonso de las Cuevas y Pedro Ruiz de Llanos[4], firmado en Toledo el 18 de diciembre de 1441, en el que el rey advierte a los que se presentaron a la subasta del arrendamiento “que (la sal) la cojan e recabden a toda su aventura, e por cosa que en ella acaesca ni por guerra ni por otra tempestad ni por aguas ni por vientos ni por otro caso fortituyto mayor o menor o ygual destos no pueda poner descuento alguno”. Con esta medida, común a todos los arrendamientos de la sal, el rey aseguraba su renta, independientemente de la “aventura” o suerte de los arrendadores.

Normalmente el receptor conseguía buenos beneficios, y estos fueron aún mayores en la medida en la que el tráfico marítimo mejoró, tanto por la incorporación de nuevas técnicas de navegación como por la mejora de los puertos, de modo que la sal pudo llegar con fluidez a la costa cantábrica. Pero si en condiciones normales el beneficio era bueno, aplicando ciertas prácticas fraudulentas, este podía aumentar considerablemente.

Si un alfolí abastecía de forma irregular o insuficiente a su área de influencia o la sal que ofrecía no era de la calidad necesaria, forzaba a que la demanda superase a la oferta, con lo que la sal de contrabando aumentaba su precio, y si en esta circunstancia se disponía de sal que no pasase por el control del alfolí, sino que directamente pudiera ponerse a disposición de los demandantes sin quedar sujeta al precio pactado en el contrato de arrendamiento,  la rentabilidad de la operación estaba asegurada. De aquí el interés de que una parte de la sal que llegaba destinada a los alfolíes eludiera el registro o consigna, convirtiéndose en “sal distraída” (fuera del estanco). Este era uno de los motivos por los que los receptores tenían tanto interés en que toda la sal estuviese bajo su control, de forma que fuesen ellos los únicos que pudiesen regular la cantidad legal e ilegal disponible en los mercados.

Sobre este tipo de argucias hay numerosa documentación por la que se sabe que las prácticas fraudulentas afectaban a toda la cadena de distribución y así por ejemplo, los encargados de estibar la sal en los puertos, lo mismo que algunos representantes municipales, ya se reservaban para sí una porción de la sal en las descargas. También los recaudadores, encargados de almacenar la sal en los alfolíes, “distraían” cierta cantidad, en unos casos apropiándosela directamente y en otros modificando las medidas de entrada y de salida, computando la fanega de entrada y de salida como equivalente cuando en realidad no lo era, bien porque la de entrada era mayor, como el caso de la “fanega de la puente” o porque la de salida se hacía de forma irregular, mal rasada. También. Los transportistas también hacían su sisa: en unas ocasiones restando pequeñas cantidades de la mercancía que portaban y en otras sustrayendo cantidades más grandes que disimulaban añadiendo piedra molida o sencillamente humedeciéndola. Lamentablemente, con el tiempo y la impunidad de quienes la practicaban, la sisa de sal llegó a ser tenida como tan normal o usual que el perjuicio para la hacienda real se hizo insostenible y fue necesario endurecer las leyes y aplicar fuertes sanciones para intentar  erradicarlas[5].

Hubo otras muchas causas por las que el mercado de la sal alcanzó los niveles de fraude e irregularidades más altos de toda la actividad comercial del reino, con dos grandes perjudicados: las arcas reales y la población mal abastecida. Pero además, esta actividad delictiva tuvo una distribución geográfica concreta, con una incidencia más acusada en el norte peninsular y más concretamente en Asturias, el norte de León y Zamora.

En 1520, las demandas para que se pusiese fin a estas situaciones desembocó en la creación de un tribunal especial que atendiese los delitos de tráfico ilegal de la sal en los territorios de exclusividad de los alfolíes asturianos: los obispados de Oviedo, León y Astorga, los términos de la abadía de Sahagún y los comprendidos en la vicaría de Alcañices. Su primer presidente fue el noble asturiano Pedro Argüelles y pese a ello, durante mucho tiempo el tráfico ilegal continuó siendo una práctica habitual.

Entre 1629 y 1631, la delicadísima situación de la hacienda real hizo necesario disponer un buen número de medidas fiscales dirigidas a aumentar los ingresos de la corona y con este fin se crearon nuevos impuestos, entre los que cabe destacar los del papel sellado (timbre) y los estancos de la sal y del tabaco.

La implantación del estanco de la sal el 3 de enero de 1631 benefició especialmente a las grandes regiones cerealistas y viticultoras de Castilla y Andalucía que hasta entonces habían sido las más afectadas por la presión fiscal; pero en el norte de España, con una economía basada principalmente en la ganadería, la pesca y sus subproductos,  donde la demanda de sal para la alimentación del ganado, la salazón de carne y pescado, y la elaboración de derivados como la mantequilla, quesos, cueros, etc., superaba con creces al resto de las regiones españolas, la imposición de este tributo resultó tan gravosa para su economía, que dio lugar a numerosas y violentas revueltas.

En los siguientes años, la creciente demanda de sal propicio la competencia desleal entre los diferentes receptores de los alfolíes del Principado. Quienes regentaban los almacenes de sal de una ciudad, competían con los homólogos de otra por conseguir colocar su producto en el mercado, aún invadiendo el territorio de los otros, tal como ocurrió entre los alfolíes de Avilés y Gijón. Pero esta situación no solo se dio a nivel local, entre ciudades de una misma provincia, sino que también compitieron entre sí los alfolíes de provincias o reinos diferentes, como los casos que se dieron entre Asturias y León, Burgos y Álava o entre España y Portugal.

Los arrendadores de los alfolíes entablaban contacto con los potenciales compradores y llegado el caso, convenían mercadear con sal ilegal a un precio más ventajoso que si fuera afolinada. El comprador no solía desechar esta oportunidad y el arrendador del alfolí introducía en el mercado un producto que, si bien a veces se vendía a menor precio, al evitar pagar el impuesto por fanega afolinada, le proporcionaba un beneficio sustancioso, en la mayoría de los casos mayor que el de la sal legal.

En 1642, el receptor del alfolí de la sal de Gijón era Fadrique López Sobredo, quien junto con Alonso Fernández Perdones[6], escribano de la sal del Principado de Asturias y escribano de número del concejo de Avilés, recorrían toda Asturias y el norte de León en busca de posibles compradores.

Fadrique López sabía que durante los meses de verano las montañas del norte de León acogían a numerosas manadas trashumantes procedente de Castilla y Extremadura y conocía la gran preocupación de sus mayorales y pastores por conseguir el abastecimiento de sal necesaria para atender tanto a las necesidades de sus animales como a la industria de sus derivados. Esta era una oportunidad que no quería dejar escapar y se dedicó a buscar entre ellos a potenciales clientes con los que hacer negocio, aún siendo totalmente conscientes de que estas entregas de sal se concertaban en lugares y con personas pertenecientes a otras áreas de influencia y que aquello era una clara injerencia en las competencias de otros alfolíes, es decir, era un delito.

Una vez acordado el negocio, el comprador debía entregar una carta de pago por la que quedaba comprometido a satisfacer la cantidad acordada, mientras que Fadrique López debía encargarse de concertar el porte de la sal hasta su lugar destino.

Desde Gijón y mediante “recueros”[7], es decir, conductores de recuas de caballos, asnos o mulas, por caminos difíciles de controlar, llevaban la sal hacia las zonas de la montaña leonesa.

La población asturiana era eminentemente agrícola. Esta intensa dedicación a la agricultura la fijaba al terreno que trabajaba, haciéndola sedentaria y totalmente dependiente de sus campos de labor, por lo que apenas se desplazaban más allá de los límites de los concejos vecinos.

Entre los siglos XIII y XV fueron surgiendo pequeños grupos humanos dedicados a la ganadería. La necesidad de especializarse y satisfacer los requerimientos de sus reses les llevó a desplazarse periódicamente en busca de los mejores pastos, forzándoles a llevar un modo de vida muy particular que trajo consigo la aparición de los vaqueros de alzada. Su dedicación a la ganadería trashumante les convirtió en los mejores conocedores de los caminos y de las principales vías de comunicación locales, regionales e interregionales; pero además, como propietarios de sus propios animales de carga, se dedicaron al transporte de mercancías a través de las montañas, convirtiendo la trajinería en una de las principales fuentes de abastecimiento regular de ciertos productos a uno y otro lado de la Cordillera Cantábrica, cuando en el verano, una vez dejados sus ganados en las brañas al cargo de ancianos, mujeres y niños, quedaban disponibles para dedicarse a la arriería y trajinería: una actividad que llegó a convertirse en una de sus fuentes de ingresos más importantes y sin duda en uno de los elementos más dinamizadores y favorecedores del tráfico de mercancías e intercambio comercial entre Asturias y la Meseta.

Fadrique López recurría a la contratación de recueros para entregar la sal en los destinos acordados; a estos les pagaba una cantidad por fanega de sal entregada y les obligaba a firmar una “escritura de compromiso”, mediante la que se obligaban a la entrega de la mercancía en su destino, so pena de tener que compensarla y llegado el caso, responder ante la justicia.

Había una diferencia sustancial entre “trajinar” con sal, es decir, dedicarse al comercio al pormenor efectuado o llevado a cabo por particulares; y “portear a cuenta”, es decir, llevar grandes cantidades de un producto de un lugar a otro por cuenta ajena mediante recueros (conductores de recuas), tal y como era el caso de la actividad a la que se dedicaba este Fadrique López.

El comercio ilegal de la sal desde Asturias hacia León perjudicaba tanto a los receptores como a sus productores, que en este caso estaba al cargo de la poderosa familia Enríquez Pimentel; pero también perjudicaba a aquellos que cobraban impuestos por su venta (alcabalas, cientos y millones); todos estos perjudicados solían ser personas poderosas e influyentes que de ninguna forma estaban dispuestas a permitir la merma que este mercado fraudulento suponía para sus intereses.

Los éxitos de Fadrique López en este negocio le hicieron más audaz y confiado, con lo que la frecuencia y volumen de estos tratos de venta de sal de Gijón en el Reino de León llegó a ser tan gravosa que los afectados decidieron ponerle remedio.

Hasta aquí se ha expuesto el contexto en el que tuvo lugar el caso que se describe en el sumario del pleito que se guarda en la sección de la Inquisición del Archivo Histórico Nacional[8] que constituye la base de este trabajo y sobre cuyos detalles parece interesante detenerse.

El contrabando de sal surgió al mismo tiempo que su mercado y ambos se desarrollaron paralelamente. Ya tenemos noticias de su existencia en el siglo X, aunque por entonces su intensidad y repercusión no supusieron un quebranto excesivo para el mercado y la hacienda real. Pero las condiciones políticas económicas y militares que se dieron a finales del siglo XVI favorecieron el vertiginoso y progresivo aumento de su práctica que lo llevaron a la situación en la que se da este caso que estamos tratando. Sin embargo, este no fue un caso aislado y tenemos noticias bien documentadas de muchos otros ejemplos.

Casi un siglo antes, los vecinos de Villafáfila, dedicados a la producción de sal, se quejaban de cómo les perjudicaba la introducción de sal de contrabando que llegaba desde Portugal y aunque la producción de sal en las salinas de Villafáfila estaba en franca regresión desde el siglo XIV, aún se mantenían productivas trece o catorce “cabañas de hacer sal”, con cuya producción debían abastecerse a la ciudad de Zamora y a las poblaciones comprendidas entre el Duero, el Valderaduey y Portugal[9].

En los años en los que se da este caso que nos ocupa, a mediados del siglo XVII, la montaña del noreste de León estaba obligada abastecerse en el centro de producción de sal nacional de la localidad burgalesa de Poza de la Sal; unas salinas que ya venían siendo explotadas desde los tiempos de la dominación romana.

Desde el Poza de la Sal se distribuía este producto a los alfolíes subsidiarios: Boñar, Lillo y Pedrosa del Rey, lugares a los que el resto de las aldeas y villas del entorno estaban obligados a acudir para adquirirla. Sin embargo, las quejas de los usuarios en cuanto a la calidad, limpieza, y regularidad del abastecimiento de estos alfolíes fueron muy frecuentes y aún se extendieron y aumentaron en el siglo siguiente, hasta el punto de que en el año 1751 la merindad de Valdeburón, con muy poca fortuna, solicitó al rey que le permitiese su abastecimiento directo desde Poza de la Sal, sin tener que comprar en Pedrosa, alegando que este alfolí estaba mal provisionado y la sal que en él se expendía solía estar sucia y mal pesada. El 17 de abril de 1765 hizo la misma petición el concejo de Aleón[10] y por este documento sabemos que el sueldo del administrador del alfolí de Pedrosa era de 3.300 reales más 150 por el alquiler de la panera.

La mala calidad de la sal de los alfolíes locales y la irregularidad de su abastecimiento en el entorno de la montaña del noreste de León animó a los ganaderos a buscar otras fuentes de abastecimiento, aunque para ello tuviesen que recurrir al contrabando.

El tráfico de mercancías a través del puerto de San Isidro estaba sujeto al pago de portazgo en Lillo y si se conseguía evitar, el camino hacia tierras leonesas, palentinas y cántabras quedaba expedito. Conociendo bien los caminos y sendas de su entorno, los tupidos bosques, la orografía y lo accidentado del territorio permitían que evitar el control y pago del portazgo de Lillo no fuese algo especialmente complicado; por este motivo, la vigilancia de las autoridades era más intensa y la habilidad de los recueros para burlarla más valorada.

A principios del verano de 1645, Fadrique López concertó la entrega de una importante cantidad de sal destinada a cuatro mayorales que con sus ganados hacía la trashumancia a la zona de Valdeburón, donde pasaban el verano. Para ello, en esta ocasión contrató los servicios de diez recueros: tres eran de Tameza, dos de Villamayor, Teverga y cinco de Torrestío.

Por sus apellidos y orígenes se puede establecer una clara relación entre estos y las familias dedicadas a la trashumancia y más concretamente entre los que hacían la alzada en verano a Torrestío y la invernal en los valles próximos a la marina: Gijón, Siero, Avilés, Gozón, etc.; tal es el caso de los Sirgo, Fernández, Pérez y Álvarez, de los que todavía daban buena cuenta los padrones de hidalguía de Torrestío (1730) y el Catastro del Marqués de las Ensenada (1753); pero también los Corbato y Argüelles estuvieron muy relacionados con esta actividad. Además, entre varios de estos recueros existía una importante relación familiar consanguínea o política.

Los recueros aceptaron el transporte, firmaron las cartas de obligación, recibieron de Fadrique López un “billete cerrado con sobre escripto para los dichos mayorales” y aportando cada uno de ellos sus bestias de carga, organizaron una recua o reata cargada con la sal que hacia finales del mes de julio se encaminó hacia el norte de León.

El día 29 de julio de 1645, Andrés Maldonado, el Juez Visitador General de las Reales Salinas de los partidos de Castilla la Vieja y Zamora había sido advertido de la frecuente presencia de recueros dedicados al contrabando de sal en los alrededores de la villa de Boñar[11]:

“Dijo que se le a dado noticia que muchos Requeros vienen cargados de sal de la que se descarga en los alfolíes del principado de asturias y la an entrado en estas montañas y Reynos de león siendo como es partido de Castilla la bieja y que la dicha sal la traian a porte por quenta del administrador de la sal de dicho principado…”.

Ya en el cuaderno de arrendamiento del alfolí de Avilés fechado de 1441 se autorizó a sus arrendadores a poner guardas en todas las villas, ciudades y lugares de influencia del alfolí para que vigilasen y denunciasen el tráfico ilegal de la sal por el territorio que se les asignase. Lo mismo ocurrió años más tarde con la designación de vigilantes al servicio de los alfolíes de la montaña nororiental leonesa y fue de uno de estos guardas quien informó de la abundancia de “requeros” por la zona de Boñar, noticia que por su importancia enseguida se puso en conocimiento de la justicia.

Vista de Maraña

Andrés Maldonado dispuso que tanto él, como Antonio Rodríguez “alguacil y guarda mayor de este partido”, como Marcos de Valera, el escribano que redactó los documentos que figuran en el sumario del caso que estamos tratando; saliesen de Boñar hacia Puebla de Lillo y se dirigiesen al lugar de Isoba, Cofinar y Maraña, por donde sospechaban que podrían encontrar la recua de animales cargados con sal de la que les habían dado noticias, para que “siendo abidos con ella se les descamine y embargue y se traigan con la dicha sal a esta dicha villa y cabalgaduras en que se allare para que sean castigados en las penas en que an incurrido...”, es decir, se les aplicase las penas que desde hacía casi tres siglos regían para los que se les encontrase haciendo contrabando de sal y hay que recordar que ya entonces se advertía que no solo se requisaría la mercancía y las caballerías que usasen para su transporte, sino que se aplicarían leyes más severas a quienes fuesen encontrados haciendo este tipo de contrabando terrestre, como es el caso que nos ocupa.

El juez y sus acompañantes salieron de Boñar y pasando por Puebla de Lillo e Isoba, llegaron a Cofinar, donde les dijeron que la recua que buscaban se dirigía hacia Maraña, y hacia allí se encaminaron.

vista de Puebla de Lillo

A la salida de Maraña “se encontraron unos Requeros que trayan diez y siete Rocines medianos cargados de sal de Asturias”. Al preguntarles si venía alguien más con ellos, “dijeron que media legua mas arriba del dicho lugar quedaban catorce Rocines cargados de sal”. Parte de los hombres del juez se fueron en su busca y encontraron que “eran tres o quatro que trayan catorce Rocines”; al verse descubiertos “uno de los dichos Requeros que hiço fuga con un Rocin cargado de sal”, aprovechando la ventaja que le daba la distancia que mediaba entre él y los hombres del juez, aún estando a la vista de estos, huyó. Por no mermar sus fuerzas y tras un pequeño conato de persecución, dejaron de seguir al huido y con los 30 rocines aprehendidos y su carga, se dirigieron a Boñar, donde se les tomó declaración y se inventarió la sal que llevaban.

Boñar. Calle de la Corredera, fotografía del antiguo alfolí de la sal realizada antes de enero de 1996. Foto Diario de León 18 enero 1996.

Con los datos que hasta ahora van surgiendo del sumario del pleito que nos ocupa se pueden plantear algunas conjeturas y aventurar algunas deducciones:

Considerando que cada uno de los 31 rocines marchando en régimen de recua, es decir, uno tras otro, con su cuello extendido y manteniendo una distancia prudente con el que le antecede y precede, puede ocupar entre tres metros y medio y cuatro metros, y que  multiplicado por cada uno de los 31 animales de la recua, resulta una hilera de de unos 110 metros de longitud; supone que los recueros conducían una recua de caballos tan larga que conseguir hacerla pasar desapercibida en aquel paraje tan despoblado no podía ser más que una tarea extremadamente difícil y aventurada.

Si los recueros sabían que estaban participando en una actividad ilegal, comprometerse a conducir aquella recua tan larga solo puede responder a un exceso de confianza en su suerte o en el poder e influencia de quien les hubiera propuesto el transporte. De no ser así, solo podría tacharse de un caso de imprudencia y osadía extrema.

Por el contrario, si estaban convencidos de la legalidad de aquel porte, por mayor comodidad, por protección y seguridad de la carga, por la facilidad que suponía para imprimir un adecuado ritmo de marcha y de dirigir a tal número de animales en una dirección concreta, una recua de este tamaño sería la elección más acertada.

Con esto surge la duda de si los recueros conocían o no el carácter delictivo del porteo de aquella mercancía y los datos que nos ofrece el sumario del pleito no aclaran este punto. Cuando fueron sorprendidos, no parecen oponer resistencia, sino que incluso indican a la justicia hacia donde debían dirigirse para encontrar a sus compañeros, esto podría hacernos suponer que desconocían en qué situación estaban o pensaron que en el “billete cerrado con sobre escripto para los dichos mayorales” que les habían dado en Gijón para entregar a los destinatarios iba el albalá preceptivo, pues como se desprende del sumario, ninguno de ellos sabía firmar, lo que da a entender que ninguno sabía escribir y posiblemente que ninguno supiese leer.

Sin embargo, la huida de uno de los recueros con su caballo y la sal que portaba nos hace pensar que o bien este si sabía que estaban realizando una actividad delictiva y ser detenido podía traerle muchas complicaciones, o bien que ya tuviese algún asunto pendiente con la justicia.

Ningún trajinero desconocía las penas a las que se exponía de ser sorprendido en el tráfico ilegal de la sal. Sabían que serían desposeídos de sus bestias, se les aplicaría una sustanciosa multa y se les decomisaría la carga. De entre todas estas medidas, la que más les importaba y perjudicaba era la de quedarse sin sus monturas, dejándoles desprovistos de su principal medio para conseguir las rentas que les permitiese continuar con su particular modo de vida.

Volviendo a lo que se dice en el sumario, sabemos que en aquella operación los hombres del juez detuvieron a nueve personas:

  1. Alonso Fernández Delgado, vecino de Tameza, concejo de Yernes y Tameza, que llevaba cinco fanegas y once celemines de sal en tres rocines. Tenía unos 33 años y no sabía firmar. Este fue quien propuso el asunto de transportar la sal desde Gijón hasta Valdeburón a otros compañeros de Teverga.
  2. Toribio de Argüelles, vecino de Villamayor, concejo de Teverga que llevaba siete fanegas de sal en cuatro rocines. No conocía su edad ni sabía firmar.
  3. Toribio Pérez, vecino de Torrestío, que llevaba dos fanegas en un rocín.
  4. Domingo Álvarez, vecino de Torrestío, cuñado de Pedro Sirgo, que llevaba trece fanegas y cinco celemines de sal en siete rocines. Tenía unos 40 años y no sabía firmar.
  5. Pedro Sirgo, vecino de Torrestío, cuñado de Domingo Álvarez, quien le había metido en este negocio y según declaró, “este declarante viene sujeto a la horden del dicho domingo albarez…”, es posible que esto se refiera a que fuese menor de edad (veinticinco años) y estuviese bajo la tutela de su cuñado. Pedro llevaba tres fanegas de sal en dos rocines. No sabía su edad ni firmar.
  6. Andrés Pérez, vecino de de Torrestío, que llevaba tres fanegas y media en dos rocines. Tenía 43 años y no sabía firmar.
  7. Domingo Sirgo, vecino de Torrestío, que llevaba una fanega y media en un rocín.
  8. Alfonso Corbato, vecino de Tameza, concejo de Yernes, que llevaba cinco fanegas y once celemines en cuatro rocines. Era de 36 años de edad “poco mas o menos” y no sabía firmar.
  9. Toribio Corbato, vecino de Villamayor, concejo de Teverga, que llevaba nueve fanegas en seis rocines. Tenía unos 56 años y no sabía firmar.

Según consta en el sumario del caso, Toribio Pérez, tras haber entregado las dos fanegas de sal que llevaba en su caballo, consiguió huir, lo que plantea algunas cuestiones:

Para haber entregado las dos fanegas de sal, tuvo que haberlo hecho una vez hubiese llegado a Boñar, pues no se entiende que los hombres del juez hiciesen bajar la mercancía de las bestias antes de ese momento.

El motivo por el que Toribio eligió esta circunstancia para huir, una vez hubo llegado a Boñar, podría tener dos explicaciones posibles. Podría ser que hasta entonces no hubiera sabido en qué situación estaba realmente, lo que implicaría que fue al llegar a Boñar cuando se les comunicó que la sal que transportaban, sin el albalá preceptivo, era ilegal, con lo que ellos estaban implicados en un asunto tan grave como el de su contrabando.

También podría ser que Tomás conociese su situación antes, y cuando vio que iba a ser detenido consideró que emprender la huida con un caballo cargado de sal no era una buena idea y decidió esperar a tener una oportunidad mejor; la que probablemente se presentó cuando pudo aprovechar un descuido de sus vigilantes distraídos por el revuelo provocado entre aquel numeroso grupo de hombres y animales juntos que se reunió en Boñar, donde sin duda hubo momentos de caóticos en los que Toribio encontró su momento oportuno y consiguió huir en su caballo, posiblemente hacia Torrestío, de donde era natural.

En total fueron requisadas 50 fanegas y dos celemines distribuidos en 30 caballos a los que el escribano no dudó en calificar de “rocines medianos”, es decir, caballos de poca raza y de morfología poco armónica, más indicados para el transporte de mercancías que para el paseo o lucimiento de su propietario.

Cada animal llevaba una media de una fanega y ocho celemines de sal. La fanega de sal fue una medida de capacidad muy difundida que, aunque con variaciones locales, en el siglo XVII equivalía a unos 55,4 litros. Cada fanega tenía doce celemines, que equivalían a unos cuatro con seis litros. Calculando una densidad de la sal común de 2165 g/l, una fanega de sal podría pesar unos 120 Kg. lo que supone que cada animal transportaba en sus lomos unos 200 Kg. y eso a través de una ruta sinuosa y dificultosa de más de 100 Km. que debía ascender desde le nivel del mar en Gijón hasta una cota en torno a los 1500 m. de altitud desde donde descender suavemente hasta la zona de Lillo, al noreste de Boñar, y en dirección este seguir hasta Maraña y Valdeburón para dirigirse hacia el sur y llegar a Ciguera.

Alfolí de Boñar o capilla de San Ignacio de Loyola antes de su demolición el 18 de enero de 1996

Por la pesada carga y la ruta que debían seguir, los animales empleados debían de reunir fuerza y resistencia más propias de una mula que de un caballo, aún así, en el sumario solo se hace mención a los dichos “rocines medianos”.

La carga de sal requisada se depositó en el alfolí de Boñar y se entregó en custodia a Alonso González de la Madrid, “Receptor del alfolí de la sal de Castilla la vieja”, quien advirtió que la sal, cuando la reclamasen, seguramente tendría una importante merma “por Recibirla muy mojada y por estas Raçones por el tener las mermas muy grandes”.

Según el interrogatorio que se le hizo a cada uno de los detenidos, la sal procedía del alfolí de Gijón y estos recueros fueron contratados por Fadrique López “Receptor del alfolí de la sal de jijon”, para que los llevasen “a porte” a Valdeburon del Portillo, al lugar de Ciguera, en el concejo de Valdeburón  y fuese entregada a  unos mayorales[12] que tenían sus “roperías”[13] en aquel lugar.

De aquí que sepamos que la sal iba dirigida a unos mayorales que tenían su ropería en Valdeburón del Portillo, de donde tanto ellos como los ganados que cuidaban eran tan asiduos que incluso tenían allí una casa para resguardarse y habitarla desde la primavera hasta el principio del otoño, cuando de nuevo al frente de sus rebaños, regresaban a los lugares de invernada.

Estado actual de los restos del alfolí

Desde al menos el siglo XV, en toda la montaña del norte leonés se tiene constancia de la intensa presencia de rebaños trashumantes de ganado vacuno y sobretodo de grandes rebaños de oveja merina. Algunos procedían de Castilla la Vieja, pero la mayor parte llegaban a mediados de la primavera desde Extremadura por la Cañada Real Leonesa Oriental y se trasladaban a las montañas del norte con sus ovejas, pastores, mayorales, perros y caballerías, conduciendo una enorme cantidad de animales en dirección a los pastos de los puertos asturleoneses.

Hasta Boñar llegaban rebaños procedentes de Extremadura, la Mancha y Castilla, y cabe destacar la presencia de grandes rebaños oriundos de Segovia que son especialmente importantes para el objeto de este trabajo.

Estos ganados se distribuían siguiendo las dos ramas de la Cañada Real (Orinetal y Occidental) llegando hasta los pastos del Alto Porma, Boñar (San Isidro, Vegarada, Puebla de Lillo), Tarna, Riaño, etc.

Esta forma de pastoreo ha permanecido en el tiempo y aún en 1991, el 35,6% del ganado trashumante que llagaba a las montañas del norte, se dirigía a esta zona con unos rebaños mucho más reducidos que en la época en la que ocurrieron los hechos de este pleito; pero aún así, la media de cada rebaño en 1991 oscila entre cuatro y cinco mil cabezas, cuando en la segunda mitad del siglo XVII llegó  haber en las montañas de Riaño más de 200.000 ovejas, estantes y trashumantes, aparte de otra buena cantidad de vacas, caballos, cabras y cerdos.

Muchos de estos rebaños pertenecían a poderosos señores que de forma continuada intentaron hacer prevalecer sus intereses sobre los otros ganaderos e incluso sobre los derechos de los vecinos del lugar.

Como medida de protección contra estos abusos e injerencias, en Las Ordenanzas de Acebedo[14], dictadas en la Villa de Acebedo el 14 de noviembre de 1623, en el capítulo trece titulado “Sobre vecindad al que viniere de fuera a esta Villa y los derechos que ha de pagar”, al tratar sobre los forasteros interesados en pertenecer al Concejo de Valdeburón se advierte de los riesgos que esto entrañaba para los vecinos cuando se dice:

“Atendiendo a que muchas personas andan forajidos de sus tierras por delitos que han cometido, u otras personas que son ricas y poderosas y que de darles vecindad en esta Villa sería de mucho daño y perjuicio, respecto que la dicha Villa ha gastado en el defendimiento de los propios derechos mucha cantidad de sus haciendas, y el costalle querrán vecindad por meter sus ganados en los términos desta Villa…”

Con lo que en este capítulo 13 se establecen unas condiciones un tanto disuasorias: “mandamos y ordenamos que a los tales no se les dé vecindad sin que primero hayan depositado cien ducados para propios y paguen los demás derechos acostumbrados y guarden la meseguería. Así lo ordenamos y mandamos”.

Esto nos da una idea del poder, prepotencia e impunidad con la que actuaban algunos de los poderosos dueños de los grandes rebaños que anualmente acudían a estas montañas y por extensión, el poder que alcanzaron sus mayorales, con lo que no es demasiado aventurado pensar que los implicados en este caso que nos ocupa se sintiesen a salvo de la acción de la justicia a la sombra del poder de sus señores.

Tenemos noticias de que al menos hubo cuatro mayorales implicados en este asunto: los hermanos Pedro y Juan Martínez, ambos mayorales del salmantino Amador Sánchez, Juan Cubo del que solo sabemos que servía a un poderoso señor de Segovia, y Felipe García, del que desconocemos a quién servía.

En el contrato firmado por los recueros en Gijón acordaron que se les pagaría ocho reales por cada fanega de sal que portasen hasta su destino, so pena de embargarles los animales y mandar la justicia contra ellos. Fadrique López no les dio “ni albalá ni cedula de guiar la sal”, solo le entregó una carta dirigida a uno de los mayorales llamado Juan Cubo, que trabajaba cuidando los ganados de un vecino de la ciudad de Segovia.

El albalá de la sal era el documento acreditativo de haberse satisfecho los impuestos y cargas derivadas de su compra legal en el alfolí de referencia, con lo cual justificaba la legalidad del producto y de su tráfico. Pero en este caso, Fadrique López no podía emitir el albalá, pues aun en el caso de que la sal hubiera sido afolinada, iba destinada a un lugar del norte de León dependiente de otro alfolí, lo que suponía una clara intromisión en su área de influencia y una práctica de comercio ilegal.

Deteniéndonos en las declaraciones tomadas a los recueros, podemos extraer algunos datos y detalles de la historia particular de cada uno de los implicados en este asunto:

Domingo Álvarez declaró que había sido contratado por unos mayorales de la zona de Valdeburón, para que les llevase un cargamento de sal procedente de Gijón y con este motivo le entregaron una carta dirigida a Fadrique López, pero este, al no recibir junto a la carta de pedido una carta de obligación de pago, no le quiso dar a Domingo Álvarez la cantidad de sal que le pedía.

Aprovechando la oportunidad, Fadrique López le propuso a Domingo Álvarez darle “un poco de sal” para llevarla hasta Valdeburón del Portillo donde debería entregársela a Juan Cubo y a otros mayorales de la zona; la cantidad de sal que les “ynbiaba por Raçon de que abian echo escriptura de cantidad, de fanegas de sal que no sabe lo que sea, con Alonso Fernandez perdones escribano de la sal  del principado de Asturias”.

Viendo Domingo que no le iban a dar la sal que había ido a buscar y para no hacer el viaje en balde, accedió a llevar para Juan Cubo la cantidad de trece fanegas y media al precio de ocho reales por el porte de cada fanega que entregase en Ciguera.

Domingo Álvarez cargó la sal en siete “rocines medianos” y se dice de él:

“y con efeto para seguridad dello le hiço el dicho Receptor a este declarante (Domingo) que le otorgasse escriptura de obligación de que la entregaría a los dichos mayorales y no se ausentaría con ella, como lo tiene otorgado, con lo qual salió de la dicha villa de Jijon con la dicha sal en compañía de otros compañeros que abian cargado aporte al dicho precio para el mesmo lugar y de dichos mayorales…”.

Para ayudarse, Domingo Álvarez llevó consigo a su cuñado Pedro Sirgo, que según consta en la declaración que hizo: “este declarante (Pedro) viene sujeto a la horden del dicho domingo albarez…”, de forma que pudo añadir dos caballos más que le permitieron aumentar en tres fanegas su porte de sal. Cuando se le detuvo, le incautaron trece fanegas y cinco celemines, con lo que faltaba un celemín de la cantidad que había cargado en Gijón.

Alonso Fernández declaró que, estando en la braña de Carballinos, cerca de Gijón, se le presentó un alguacil del que no conocía su nombre y del que solo sabía que:

“andaba en castilla en compañía de alonso fernandez perdones escribano de la sal de asturias y le mandó que fuese a la dicha villa de jijon a cargar sal para traerla a la merindad de baldeburon y visto que le abia de llevar por la fuerça, lo hizo luego…”.

Alonso Fernández firmó un escrito de obligación con Fadrique López:

“de que sacaría del dicho alfolí veinte y quatro fanegas de sal y las llebaria y entregaria a pedro martinez mayoral de los ganados de amador sanchez y a Felipe garcia mayoral, los cuales tienen sus ganados y Roperias en el lugar de ciguera, en el valle de baldeburon y concertó con ellos Receptar ocho reales por el porte de cada una fanega y por no tener Requa suficiente este declarante se conbino con Toribio corbato y Toribio Argüelles vecinos del lugar de billamayor concejo de teberga, Requeros ordinarios que estaban allí a quenta sacaron que los dos y este declarante cargasen las dichas veinte y quatro fanegas de sal  a que se abia obligado y que correría el mismo porte y concreto con ellos y con este declarante, lo quales aceptaron y cargaron la dicha sal y le toco a este declarante el traer y entregar cinco fanegas de sal las quales trujo en tres Rocines, y salió con ella con los demás compañeros susodichos y otros para el dicho lugar de ciguera, sinque para ellos seles diesse cedula de guia ni albalá mas que tan solamente un billete cerrado con sobre escripto para los dichos mayorales …”

Llama la atención en la declaración de Alonso Fernández cuando se dice que el alguacil le “mandó” ir a Gijón y que “visto que le abia de llevar por la fuerça” cumplió enseguida aquella orden. Desconozco con qué autoridad un alguacil podía obligar a nadie a hacer un porte, pero por las declaraciones del interrogatorio sabemos que se le amenazó con obligarle a hacerlo por la fuerza. Lo mismo ocurrió con Alfonso Corbato y Toribio Corbato, a los que el alguacil “apremió” para que fuesen a por la sal y estos, “porque no le hiciesen molestias”, coaccionados, aceptaron.

Alfonso Corbato declaró que, estando en la braña de Don Fernando de Valdés a donde había ido a:

“recoger pan que tenia sembrado allí llego un alguacil del administrador de la sal de Asturias y le apremio para que fuese a la villa de Jijon a cargar sal a porte para llebarla al lugar de ciguera del valle de baldeburon a unos mayorales  y este declarante porque no le hiciesen molestias fue a la dicha villa de Jijon y en ella hiço escriptura de obligación  de que llebaria seis fanegas de sal a porte de la dicha villa al dicho lugar de ciguera y entregarla a Juan Cubo mayoral y a Juan martinez, mayoral que tienen sus Roperias en el dicho lugar y concertó al porte de cada fanega en ocho Reales y puniendolo en ejecución cargo las dichas seis fanegas en quatro Rocines y en compañía de otros requeros compañeros que asi mesmo traian sal para los mismos mayorales, salió de la dicha villa de Jijon para el dicho lugar de ciguera”

Al llegar a Maraña, fue detenido por el juez en posesión de cinco fanegas y once celemines de sal “de forma que la sal que saco le falto un celemín”. “… Y no trujo cedula de guia ni otro despacho sino es un billete cerrado que para el dicho mayoral escribió el dicho receptor el qual traia un compañero suyo…”.

Toribio Corbato declaró que, estando en la braña de Fernando Valdés llegó un alguacil de la sal de Asturias y que:

“ le apremio a que fuera con su Requa de Rocines a la villa de Jijon para que llebasse sal a porte a unos mayorales y por escussar no le hiciesse molestia dicho alguacil fue este declarante a la  dicha villa de Jijon y en ella encontró con Alonso fernandez del concejo de diernes y tameça y le dijo que también le abian apremiado para cargar sal a porte y que había echo escriptura de obligación de llevar veite y quatro fanegas  de sal al lugar de ciguera en el valle de baldeburon a entregar a dos mayorales que tienen allí sus Roperias y ganados, y que si que el no tenia Rocines en que llevarla toda que su puesto benia este que declara para el mesmo efeto llevasen la sal que pudiese con sus Rocines que le pagarían a ocho Reales de porte por cada fanega que asi lo abia concertado y puesto en escriptura que abia echo”

Toribio Corbato cargó en el alfolí de Gijón nueve fanegas de sal de las veinticuatro a las que Alonso Fernández se había comprometido con Fadrique López a llevar a Valdeburón. Cargó la sal en seis rocines y con otros compañeros recueros se encaminó hacia Ciguera. Al ser detenidos se le ocuparon ocho fanegas y diez celemines “de forma que le falto dos celemines de la que saco de Jijon”.

Con todo esto, parece que la sal salida de Gijón había sufrido una merma de cuatro celemines antes de llegar a Maraña, donde habían sido detenidos. También llama la atención cómo cuando Fadrique López no logra convencer a los recueros para que le lleven la sal, los intimida y obliga amenazándoles con enviarles al alguacil para que les requise sus animales y esto solo se explica teniendo en cuenta que los administradores de los alfolíes tenían categoría de autoridad y podían hacerla valer cuando los intereses del mercado de la sal se viese comprometido u obstruido, algo que los recueros sabían.

De entre los trajineros que formaban la recua apresada, dos consiguieron huir, y aunque pudieron ser identificados y se les intentó capturar, no dieron con ellos.

El juez dictó un auto contra Domingo Sirgo y Toribio Pérez en estos términos:

“En la dicha villa de boñar en el dicho dia primero de agosto del dicho año firmo de dicho juez visitador dijo que se le daba noticia que domingo sirgo  vecino de torrestio Requero que benia en compañía de los demás con dos Rocines cargados de sal se fue y aussento con el  uno y con la dicha sal y la que tenia el otro Rocin que se dejo pareció aber por la medida que della se hiço fanega y media = Y assimesmo Toribio perez vecino de torrestio se a ydo y ausentado con un Rocin, después de aber entregado dos fanegas de sal que traya y para que se prendan los sussodichos y se castiguen por la fuga= mando que Antonio Rodriguez alguacil y guarda mayor conmigo el escribano busque a los susodichos por las calles y casas desta villa y otras partes de fuera della a donde pudiere aber noticia están y siendo allados lostraigan a la cárcel Real della porque asi conbiene  al servicio de su magestad y buena administración de justicia y asi lo probeyo y firmo=”.

Parece como si sospechasen que tanto Domingo Sirgo como Toribio Pérez se hubiesen podido esconder en el pueblo o en sus cercanías, aunque en buena lógica, conociendo los caminos y sendas de las montañas por las que solían trajinar, disponiendo de sus caballos y a sabiendas de que a su delito se le añadía el de fuga y resistencia a la justicia, lo más probable es que pusiesen tierra de por medio.

El alguacil y el escribano recorrieron “las calles desta villa y algunas casas della y por los prados y campos de la Redonda buscando a los dichos Toribio perez y domingo Sirgo, ausentes para prenderlos y aunque se hicieron otras muchas diligencias no pudieron ser abidos para el dicho efeto…”.

Todos los detenidos, incluidos los fugados, fueron acusados y contra ellos fue presentada una querella dirigida por Antonio Rodríguez, como alguacil y guarda mayor de las salinas de Castilla la Vieja y Zamora, y en virtud de los poderes y comisión que le había dado el capitán Martín Núñez de Oliveros, administrador general de aquellos Partidos. La querella dice así:

“porque los susodichos en contranbencion de las leyes y prematicas  destos Reynos y condiciones del Real asiento fecho con su magestad de las salinas de los dichos partidos de castilla la bieja y çamora Passaron a estas montañas del Reyno de Leon partido de castilla la bieja con treita rocines medianos cargados de sal de Asturias que la trayan del alfolí de la villa de jijon a porte por quenta de Fadrique López Lopez sobreda Receptor del alfolí de la sal de la dicha villa para entregarla a los mayorales que tienen sus ganados y Roperias en el lugar de ciguera en el valle de baldeburon, y por ello fueron apreendidos y descaminada la dicha sal  y Rocines y traídos a esta villa de boñar como consta de los autos que de oficio tiene fulminados uno sobre ello contra los dichos Requeros por lo que deben  ser castigados y condenados en las penas en que ayan encurrido dando la sal por perdida con mas los dichos treinta rocines en que las trujeron aplicándolo en la forma que su magestad manda por su real asiento=”.

El mismo Antonio Rodríguez se querelló también contra los inductores de este asunto:

“Y assi mismo en aquella bia e forma que aya lugar en derecho me querello criminalmente de el dicho Fadrique López Lopez sobreda Receptor del alfolí de la dicha villa de jijon y de todos los demas Receptores, administradores del principado de asturias que resultasen culpados, Porque el susodicho contrabiniendo a las leyes y condiciones del Real asiento fecho con su magestad de las dichas salinas deste partido de castilla la bieja y çamora tiene ynbiado e ynbian muchas cantidades de fanegas de sal a porte por su quenta, con muchos Requeros que la train y meten enestas montañas de león y la enpaneran y encierran en cassas particulares no pudiéndolo hacer y en particular cincuenta fanegas y dos celemines que consta por la medida que se a echo dellas parece remitía con los dichos Requeros mencionados en los dichos treinta Rocines al lugar de ciguera a unos mayorales que asisten en el como consta de sus declaraciones y de un billete que traian para los dichos mayorales que esta puesto en los autos y a mayor abundamiento hago denuebo presentación del= En todo lo que se a seguido de daños y menoscabos a la Real hacienda y al señor Sebastian enriquez pimentel thessorero General  de los dichos partidos de castilla la vieja y çamora, en su real nombre mas de treintamil ducados por no aber gastado ninguna sal de la que fabrica en este partido en este dicho Reyno de león y sus montañas por aberla  ynbiado el dicho Fadrique López lopez a porte  y otros Y metiéndola los dichos Requeros y otros muchos como todo ello esta verificado y adelante protesto probar con otras denunciaciones y querellas que tengo dadas en esta Raçon= Por tanto a V md pido y suplico haga según y como tengo pedido y manden se prendan los cuerpos de los dichos Requeros en esta querella  mencionados y se pongan en la cárcel desta villa y se embarguen los dichos treinta Rocines y pongan en parte segura, Para que cuiden de su sustento, que estando presos los acusare mas en forma pues por sus mesmas declaraciones esta bastantemente probado el aber traido la sal del principado de asturias  a este partido de castilla la vieja pues es justicia que pido y costas y para ello...”

El día dos de agosto de 1645 se dictó orden de prisión contra los acusados y “el dicho alguacil los cerro con llave y la guardo para mas segurida de dicha prision  para que conste mando se ponga justicia y fe= la que doy.”, con lo que los ocho recueros quedaron encerrados en la cárcel de Boñar; su sal fue depositada en el alfolí de la villa y sus caballos quedaron retenidos y custodiados con instrucciones y provisión para su cuidado mediante una diligencia en la que figuran las siguientes especificaciones:

“E luego yncontinente en el dicho dia mes, y año dichos. El dicho alguacil en presencia del dicho juez Visitador y de mi el escribano se embargaron veynte y nueve Rocines medianos con sus aparejos y por mas seguridad dello mando que dicho Antonio Rodriguez alguacil cuide de la guarda de los dichos rocines haciéndolos llevaren su presencia a unos prados por que puedan comer El qual que presencio esta acta, dixo que estaria presto de cumplirlo y de cuidar de los dichos Rocines asta tanto que otra cossa provean mandar...”.

La presencia de esta importante cantidad de sal desató el interés y la ambición de algunas autoridades locales que pretendieron tener derechos sobre ella y sobre otras partidas también embargadas.

La merindad[15] de Valdeburón, que incluía a los concejos de Burón, Alión (Aleón), Maraña, Valdeón y Sajambre, fue la única que hubo en León y disfrutó de ciertas peculiaridades que la diferenciaron de las del resto de España; así por ejemplo, mientras que estas estaban al cargo de un merino nombrado por el rey, en la de Valdeburón el merino era elegido por los vecinos.

Las merindades tenían su autoridad y disponían de los recursos y mecanismos para ejercerla, aunque que en este caso, su autoridad y competencias entró en conflicto con la del juez visitador, que por las atribuciones que le habían dado y la materia en la que se trataba (la sal), estaba por encima de la autoridad del merino.

Cuando un enviado por la autoridad competente llegaba a un lugar para ejecutar una orden, se dirigía al concejo, ayuntamiento o autoridad local y presentaba la documentación precisa, que en el caso que tratamos era el mandamiento, para que estos pusiesen a su disposición los medios necesarios para cumplirla, apelando a la ayuda y el favor de las fuerzas del lugar y a su obligación de asistir a la justicia.

De nuevo el juez Andrés Maldonado, como juez visitador general de las Reales Salinas y Alfolíes de los partidos de Castilla la Vieja y Zamora, se vio en la necesidad de hacer valer su autoridad cuando poco después del apresamiento de los recueros llegó a la villa de Boñar un enviado de la merindad de Valdeburón:

“un alguacil del concejo de la mesta con un mandamiento y comisión de el Sr Don esteban de meneses alcalde mayor entregador del honrrado concejo de la mesta que tiene su audiencia en el Lugar de palaçuelo de boñar para prender Antonio del valle y dos compañeros suyos ministros que son  de las salinas destos partidos de castilla la bieja, Y assimesmo para que embargue la sal que esta en el Real alfoli desta villa y otra cualquiera que allare y que embargue las cabalgaduras de los ministros de las dichas salinas y que para ello pida fabor y ayuda a las justicias hordinarias como consta por el dicho mandamiento.”

Parece una extraña coincidencia que habiéndose presentado en Boñar aquella situación tan particular, como la detención de un buen número de personas, animales y el requisamiento de gran cantidad de sal, y estando a la espera de instruir el sumario para un juicio por contrabando, desde Palazuelo se enviase un alguacil, no solo con la orden de detener a varios funcionarios del alfolí local, sino también a sus monturas e incautar una cierta cantidad de sal; lo que hace sospechar que a estos “ministros” de las salinas se les acusaba también de contrabando. Pero cuando dice que no solo se aprese a los citados ministros sino también a sus cabalgadura y que se requise la sal del alfolí “y otra cualquiera que allare”, convierte la llegada de aquel alguacil en un suceso demasiado oportuno, un ardid mediante el que, con la inocente pretensión de ejecutar aquella detención, pudiera hacerse con la gran cantidad de sal requisada y custodiada en el alfolí de Boñar.

La respuesta de Andrés Maldonado no deja lugar a dudas sobre su posición y sobre su autoridad en el asunto cuando responde:

“y porque el dicho alcalde mayor entregador no tiene jurisdicción ni otra ninguna persona ni justicias destos Reynos para entrometerse  en lo tocante a la administración y beneficio de las salinas de los dichos partidos ni lo a ello anejo y dependiente aunque sea por bia de exceso suio gobierno ni de pedimiento de parte ni en otra cualquiera manera según y como su majestad lo manda por su Real cedula porque el conocimiento de todo ello solo toca a los señores presidentes y oydores del Real consejo de hacienda y su tesorero y administradores privativamente”.

Con esto el juez hizo prevalecer su autoridad y ordenó a Pedro de Abalos, alguacil de la mesta que se presentó con el mandamiento, a Cruz Bayón, teniente de gobernador de aquella villa y a aquellos que los acompañaban “no se entrometan en embargar la dicha sal ni otra ninguna” y se les apercibe de que si lo hiciesen, se dará cuenta a su majestad y señores del Real Consejo de Hacienda:

“para que vean como se entrometen en jurisdicción que no les toca, ademas que les protesta de daños que se siguen a la Real hacienda en hacer lo contrario mas de treintamil ducados por raçon de que intentan impedir el derecho de su comision deste juez bisitador, por estar para salir desta villa para las montañas del Reyno de leon partido de castilla la bieja a descaminar y embargar quinientos rocines de sal que biene del principado de Asturias para vecinos de las dichas montañas la qual biene a porte por quenta del administrador del dicho principado y no en trajineria y por caussa de enbaraçarsse enesto la meteran y ocultaran en que se sigue afirmando y a el Real Thesoro que de las salinas de castilla  la bieja el daño referido de los dichos treintamil ducados que a su tiempo protesta probar y abianlos  de las personas que lo ympidieren”.

Este juez visitador advirtió con energía a los representantes de la merindad que su intromisión podía dar al traste con una operación de gran envergadura en la que se pretendía detener a 500 rocines que transportan sal desde el Principado de Asturias hacia diferentes destinos cruzando las montañas de León, cuyo tráfico causaba un enorme perjuicio para la hacienda real, que en aquel caso se estimaba en unos 30.000 ducados.

El volumen de los 500 rocines es de suponer que fuesen en diferentes reatas y calculando una media de fanega y media por animal, suponen 750 fanegas de sal, con lo que la detención de los anteriores nueve recueros, con sus treinta rocines y más de cincuenta fanegas, no fue más que una de las partes de otra operación ideada a un nivel mucho más alto y que perseguía acabar con esta práctica de contrabando de sal a gran escala desde Asturias a Castilla.

Después de todo este asunto, solo cuatro años más tarde de que hubiesen ocurrido los hechos comentados, por un auto del Consejo Real fechado el once de marzo de 1649 que se conserva en el Archivo General de Simancas[16] se manda que:

“la ciudad de León y las villas y lugares de su reino se puedan proveer libremente de sal tanto del Principado de Asturias como de Castilla, ya sea por trajinería, ya por alfolíes, o de cualquier otra manera, sin que lo puedan impedir los arrendadores o dueños de las salinas”[17].

Sin embargo, a este auto no se le dio provisión de vigencia hasta 36 años después, cuando por una Real Provisión del rey Carlos II fechada el 11 de septiembre de 1685 en Madrid, León y sus concejos consiguieron por fin el libre aprovisionamiento de sal conforme había solicitado el Consejo Real:

“para que los concejos, villas y lugares del dicho reynado se pudiesen proveer libremente de la sal que se introducía en el Principado de Asturias y sus puertos, como más cercanos al dicho reyno, a donde les tuviere más conveniencia, y esto en consideración de consistir el caudal de dichas montañas y reyno en ganado, y acopiase todos los veranos de los de la Cauaña real por la dificultada de asistirles al auasto y su carestía, que imposibilita la crianza…”.

Se desconoce la suerte que corrieron los recueros y si se actuó contra los recaudadores y escribanos del alfolí de Gijón, o contra los mayorales de los rebaños que convinieron el trato de sal no afolinada.

Autor: Julio García-Maribona Rodríguez-Maribona.

 

[1]  GARCÍA LARRAGUETA, Santos A, Colección de documentos de la Catedral de Oviedo. Oviedo: IDEA. 1962, página 25.

[2] Alfolí es una palabra de origen árabe a la que la RAE define en su 1ª acepción como granero o apósito, y en la 2ª como almacén de la sal. En Castilla se utilizó para nombrar también a los almacenes de grano.

[3] Se denomina tienda de sal a los establecimientos en los que se vendía sal ya afolinada.

[4]  Archivo General de Simancas, Diversos de Castilla, Legajo 6, nº 15.

[5] Archivo General de Simancas, Diversos de Castilla, Legajo 3, nº 50.

[6] D. Alonso Fernández Perdones fue escribano de la sal del Principado de Asturias, escribano de número del concejo de Avilés, mayorazgo y patrón de la ermita de La Luz. Segundo esposo de Dª Catalina de Prendes y Valdés de Carreño, viuda de Juan de Valdés Lluera.

[7] La RAE define “arriero” como persona que trajina con bestias de carga; define “recua” como conjunto de animales de carga, que sirve para trajinar y “trajinar” como acarrear o llevar géneros de un lugar a otro. Por esto, y en el contexto de este trabajo, recuero y arriero pueden ser considerados como sinónimos.

[8]  Archivo Histórico Nacional. Inquisición. Legajo 4726, nº 22.

[9]  Archivo General de Simancas. Cámara de Castilla. Pueblos, Folios 128 a 232.

[10]  MARTINO REDONDO, Eutimio. “La montaña de Valdeburón: (biografía de una región leonesa)”. Universidad Pontificia Comillas 1980. Documento nº 200, página 148.

[11] Archivo Histórico Nacional. Inquisición. Legajo 4726, nº 22.

[12] El diccionario de la RAE, en su primera acepción de mayoral lo define como pastor principal entre los que cuidan de los rebaños, especialmente de reses bravas.

[13] El diccionario de la RAE, en su 4ª acepción de ropería la define como casa donde a los pastores trashumantes guardan el hato y preparan la ropa.

[14] Archivo Municipal de Acebedo. Ordenanzas de la Villa de Acebedo del 4 de noviembre de 1623.

[15] La “merindad” constituyó el núcleo de un sistema administrativo de distribución territorial utilizado en Castilla y Navarra a partir del siglo XII. Su área de influencia y autoridad abarcaba un amplio territorio que incluía a varios concejos, cada uno de los cuales tenía al frente a su juez ordinario. Al frente de la merindad estaba el merino o maiorino, que representaba la mayor autoridad, civil y judicial.

[16] Archivo General de Simancas, D.G. de R., legajo 2325.

[17] MARTINO REDONDO, EUTIMIO. La montaña de Valdeburón: (biografía de una región leonesa). Universidad Pontificia de Comillas 1980. Documento 145, página 114.